El impacto de las desapariciones en las mujeres: Entrevista a Kelli Muddell

27/08/2013

Durante los conflictos, las personas pueden desaparecer por diversos motivos. Sin embargo, las desapariciones forzadas son una práctica particularmente espeluznante que generalmente conlleva el secuestro selectivo y la “desaparición” de disidentes políticos u opositores a determinado régimen.

Las desapariciones forzadas son devastadores instrumentos del miedo, la represión y la intimidación que generan un clima de terror en el cual los activistas tienen miedo de hablar por temor a ser desaparecidos.

Como parte de nuestro contenido especial en torno al Día Internacional de los Desaparecidos, hablamos con Kelli Muddell, directora del programa de Justicia de Género del ICTJ y especialista en mujeres y justicia transicional, sobre algunas de las dinámicas de género de la justicia transicional y cómo ésta afecta a las mujeres alrededor del mundo.

La desaparición forzada es un delito que afecta a miles de mujeres y hombres alrededor del mundo. ¿Podría darnos un panorama de dónde, y en qué circunstancias, está ocurriendo hoy en día?

Creo que este delito generalmente se asocia con las dictaduras latinoamericanas. Pero también ocurre alrededor del mundo, en muchos de los contextos en los que trabajamos, como Nepal, el Líbano, Sudáfrica y Sri Lanka. Y continúa sucediendo en contextos como Siria, donde es una de las tácticas que emplea el régimen de Assad desde hace bastante tiempo, aunque su uso se ha documentado especialmente durante los levantamientos y la revolución.

A menudo se usa para reprimir a opositores políticos. Es decir, para eliminar de sus comunidades a aquellas personas que alzan la voz en contra el Estado, de tal modo que no queden pruebas físicas que vinculen a los responsables con el delito.

Y esto evita que se descubra a los responsables, pero además el hecho de no saber qué les ha sucedido a estos individuos genera mucha confusión y miedo en las comunidades, que no saben qué puede venir después. De modo que no solo se silencia a la oposición política mediante la desaparición de sus miembros, sino que a menudo también se puede silenciar a la comunidad en la que vivía el líder opositor. Así que definitivamente tiene un efecto de propagación: se emplea para intimidar a individuos concretos y también a sus comunidades.

Según cálculos de la ONU, el 70 por ciento de las víctimas de desaparición forzada son hombres. Pero el ICTJ está analizando el impacto de este delito en las mujeres, en particular las esposas y las las familiares que se quedan atrás. ¿Si la gran mayoría de las víctimas son hombres, por qué se centra el ICTJ en las esposas de los desaparecidos?

Algo de lo que nos dimos cuenta, especialmente en relación con nuestro trabajo en el Líbano es que, si bien se había escrito mucho sobre las desapariciones y el destino de los desaparecidos durante las muchas fases del conflicto en ese país, y a pesar del intenso activismo en su contra, se había escrito muy poco acerca de las parejas y las familias de los desaparecidos que habían quedado atrás y de cómo estaban lidiando a largo plazo con el impacto de esta violación. No se había reconocido que ellas también eran víctimas directas de este delito.

A menudo, la obligación o el peso de averiguar qué les pasó en realidad a sus seres queridos recae sobre estos familiares. Y el Estado es responsable de brindarles esa información, ubicar los cuerpos, y decirles cuál fue el destino de los desaparecidos.

Así que suelen tener que presionar a las autoridades para que admitan la desaparición, para que busquen los cuerpos y para que establezcan los hechos del caso. Con frecuencia son las esposas, las madres o las hermanas las que luchan por la justicia a largo plazo, y eso que se trata de un derecho que el Estado les debe y ha de garantizar.

Pero también se merecen el derecho a obtener reparaciones. Quienes quedan atrás tienen muchas necesidades debido al impacto de la desaparición forzada en sus vidas, y podrían beneficiarse mucho de la aplicación de medidas específicas que realmente abordaran esas necesidades. Sin embargo, sin conocer sus historias y las consecuencias a corto y largo plazo de este delito en sus vidas, no se pueden desarrollar reparaciones que aborden esas necesidades.

Así pues, reconocemos que a menudo estas historias nunca son contadas, y es necesario que las medidas de justicia transicional den cuenta de las consecuencias de las desapariciones forzadas en las vidas de estas mujeres y de cómo podrían satisfacerse sus necesidades a corto y largo plazo.

En su trabajo con el ICTJ, y en esta área en general, ha viajado a muchos de estos lugares, como el Líbano y otros países donde trabaja el ICTJ. ¿Podría contarnos cómo son estas mujeres, qué tipo de experiencias han vivido?

Creo que una de las primeras cosas que hay que tener en cuenta es que muchas de estas mujeres se convierten en cabezas de familia, es decir que cargan con el peso económico de mantener a sus familias—a menudo tienen hijos que se quedan sin su padre cuando sus maridos son desaparecidos. Y no solo pierden el ingreso que su marido había provisto hasta su desaparición —en algunos casos ellas también trabajaban, en otros no— sino que a menudo no tienen el mismo potencial de ingreso económico que tenían sus maridos. Las actividades generadoras de ingresos a las que puedan acceder no necesariamente les traen el mismo nivel de ingresos que tenían sus maridos, y a menudo se ven reducidas a la pobreza, o dependen de otros familiares para vivir y criar a sus hijos. Así que hay un impacto económico inmediato.

Pero las mujeres también enfrentan importantes cargas y obstáculos administrativos porque sus maridos no están oficialmente ni vivos ni muertos. Les congelan las cuentas bancarias y los bienes, no pueden acceder a pensiones a las que tendrían acceso si sus maridos estuvieran muertos., no pueden acceder a las reservas económicas de sus familias, y esto las hace particularmente vulnerables económicamente.

También las pone en una situación única: la carga emocional de tener que decidir si declaran a sus maridos muertos o no. A veces tienen que hacerlo para poder acceder a ciertos recursos o servicios sociales. Y esto tiene un costo emocional altísimo para estas mujeres, porque no quieren declarar algo que no es necesariamente cierto. Muchas de estas mujeres cuentan que durante décadas se aferran a la esperanza de que sus maridos aún estén vivos, y se imaginan situaciones en las que un día su marido vuelve a casa. Así que esperan que sus maridos aún estén vivos y sienten que declararlos muertos es como darles la espalda.

En muchas sociedades, son estigmatizadas por el hecho de estar en esta zona intermedia: no son viudas, pero tampoco están realmente casadas. Y en especial en sociedades con profundas divisiones de género, en las que los hombres y las mujeres no suelen mezclarse en eventos sociales, las mujeres no se sienten cómodas asistiendo a fiestas de cumpleaños, bodas o aniversarios. Por este motivo, sufren una suerte de aislamiento social en parte autoimpuesto, y en parte impuesto por su entorno.

En Nepal, el estigma social de ser una viuda tiene un peso particular, y las mujeres se ven realmente atrapadas en el dilema de aceptarlo o permanecer en esta fase intermedia que es tener un marido desaparecido, sabiendo que de algún modo serán vistas por sus comunidades, o incluso sus familias, como mujeres solteras a las que hay que temer porque podrían intentar robarle el marido a otra mujer para garantizar su seguridad económica.

De modo que, mientras sus maridos mantienen este estatus desconocido, también así sus mujeres, lo que puede llevarlas a sufrir un gran aislamiento y estigma social.

En el Líbano, por ejemplo, los hombres toman las decisiones finales en muchos aspectos de la vida familiar, como sacarles pasaportes a sus hijos, y las mujeres de los desaparecidos no pueden acceder a los pasaportes de sus hijos sin el permiso de sus suegros, ya que se teme que puedan aprovechar esta oportunidad para sacar a los hijos del país y comenzar una nueva familia en otro lugar. Esto es visto como algo que la esposa no debería hacer, sino que debería permanecer fiel al marido desaparecido. Así que cuando las mujeres intentan ejercer ciertos derechos, que deberían ser suyos, en una sociedad muy patriarcal se topan con todos estos obstáculos.

En su experiencia, ¿qué tipo de justicia quieren estas mujeres? ¿Podría hablarnos de las dinámicas de género de la responsabilidad penal en estos casos?

En nuestro trabajo, las víctimas expresan casi unánimemente su deseo de saber la verdad sobre el destino de sus seres queridos. Es decir, quieren saber si están vivos o muertos, si están presos en algún lado, y quieren saber con certeza dónde se encuentran. No solo para aclarar su estatus por razones económicas o administrativas, sino también para aliviar la carga emocional de desconocer el paradero de sus maridos. Pero creo que la búsqueda de la verdad y presionar al Estado para que cuente la verdad sobre estas víctimas, investigue e intente encontrar los cuerpos, a menudo es lo primero para estas mujeres.

En este sentido, una de las formas de organización más importantes y conocidas, y que a menudo se cita como ejemplo, son las Madres de Plaza de Mayo de Argentina, un grupo de amas de casa que durante la Guerra Sucia comenzó a acudir semanalmente a las comisarías y a preguntar por el paradero de sus maridos. Este grupo creció y se convirtió en un gran movimiento que protestaba todas las semanas frente a la Plaza de Mayo, que dio visibilidad a Argentina y arrojó luz sobre los crímenes que se habían cometido allí durante la Guerra Sucia.

Se organizaron de tal manera que creo que muchas de ellas se convirtieron en activistas a pesar de que nunca había sido su intención. Y esa no era la forma en la que estaban acostumbradas a tratar con el Estado. De hecho, en muchos de los contextos en los que trabajamos, este delito obliga a las mujeres a tratar con el Estado por primera vez.

En Nepal, con frecuencia las mujeres tampoco han tenido que lidiar con el Estado anteriormente. Nunca han tenido que negociar con las autoridades. Eso era algo que tradicionalmente hacían los hombres en sus comunidades, sus maridos o sus padres. Y ahora aquí están, sin un hombre que las represente en ese contexto, y se ven obligadas a cargar con el peso de acudir a las autoridades y exigir justicia.

Así que se ven obligadas a adoptar estos roles que no son los habituales para ellas, y creo que verse en este rol de activistas puede ser muy empoderador para ellas, aunque por otro lado también las expone a represalias por parte de las autoridades, que se resisten a darles la información que exigen, y a menudo puede hacerlas vulnerables a otros tipos de abuso a manos de las autoridades. Creo que ese es un verdadero dilema.

También hay que tener en cuenta que no todas las mujeres quieren lo mismo, o luchan por lo mismo de la misma manera. Debido a que las Madres de Plaza de Mayo y otras organizaciones que trabajan contra las desapariciones alrededor del mundo están a cargo de mujeres que han sido directamente afectadas por esta cuestión, existe la percepción de que las mujeres que combaten la impunidad por este delito son siempre luchadoras audaces.

Pero recuerdo la impresión que me causaron las palabras de una activista del Líbano, a quien hace un año escuché decir en una reunión de expertos: “He conocido a mujeres a quienes el costo emocional de buscar la verdad sobre la desaparición de sus maridos ha obligado a abandonar por un tiempo la búsqueda, y esto es motivo de vergüenza ante su comunidad. Pero a veces necesitan relajarse y cuidarse por un tiempo, porque la búsqueda es emocionalmente devastadora y tiene un costo altísimo para sus vidas y las posibilidades de cuidar de sus familias y sus hijos”.

Creo que podemos decir que las mujeres quieren saber la verdad sobre sus maridos, pero tenemos que ser cuidadosos a la hora de juzgar sus reacciones o su capacidad de lidiar con la injusticia que han sufrido.

Si bien la gran mayoría de las víctimas de desapariciones son hombres, las mujeres también han sido objeto de secuestros, han desaparecido en gran número. Por ejemplo, en México, en la ciudad fronteriza de Ciudad Juárez, las mujeres han estado en el punto de mira durante muchos años. A menudo, el delito del secuestro de mujeres no se denuncia. ¿Podría explicarnos cual podría ser el motivo, y qué está haciendo el ICTJ para abordar la cuestión?

Creo que esto se debe a un par de razones. La primera es que, como ya mencionamos, a menudo se asocia este delito con opositores y actores políticos, y generalmente cuando uno piensa en un opositor político se imagina a un hombre. En muchos contextos, no se asocia a las mujeres con el papel de opositor activo y vociferante.

Así que, naturalmente, el delito se asocia con los hombres, cuyo activismo político los convierte en blanco. Y si las mujeres son desaparecidas, a menudo es visto primero como un asunto privado, como que tal vez algo sucedió en el hogar o en la comunidad, esa es la suposición inicial.

En otros casos, creo que hay sistemas que son misóginos y no valoran la vida de las mujeres del mismo modo que valoran la vida de los hombres. Esta fue una de las conclusiones del caso del Campo Algodonero de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, que examinó la responsabilidad de Ciudad Juárez y el Estado mexicano de investigar la desaparición de todas estas mujeres y halló que la policía y el sistema judicial tienen un sesgo de género contra las mujeres y las víctimas mujeres. Además, concluyó que estas instituciones no consideraban los delitos contra las mujeres tan graves como los delitos contra los hombres. La sentencia ordena al Estado mexicano hacer frente al sesgo de género en sus sistemas y transformar sus instituciones a fin de garantizar que hombres y mujeres sean tratados como ciudadanos iguales ante la ley.

Creo que el problema no es solo cómo las autoridades abordan estos delitos, sino a menudo también las familias que los denuncian. Me impresionó mucho escuchar en un seminario con activistas y expertos en materia de desapariciones a un activista de Asia, quien dijo que muchas de las familias con las que había trabajado inicialmente no habían denunciado la desaparición de las mujeres de su familia, y cuando les preguntó por qué, los familiares hombres le contestaron que se sentían avergonzados por que no habían podido proteger a sus mujeres o hijas. Protegerlas era su función como hombres de la casa, y no lo habían hecho. Por eso no querían admitir su fracaso ante las autoridades.

Así que creo que este delito afecta en mucho menor grado a las mujeres, sin embargo a menudo no se denuncia, o no se toma tan en serio como cuando afecta a los hombres, debido a estas desigualdades estructurales o culturales que existen en muchos contextos.

A través de nuestro programa de Justicia de Género, que usted dirige, y el equipo del ICTJ, estamos explorando diversas formas mediante las que la justicia transicional puede fomentar la participación de las mujeres y en general prestar mayor atención a cuestiones de género. ¿Cuál es la intersección entre el delito de desaparición forzada y la atención a cuestiones de género en otros aspectos de los mecanismos de justicia transicional, y cómo está el ICTJ asesorando a estos mecanismos para que tengan mayor conciencia de los aspectos de género de las desapariciones forzadas?

Creo que la intersección se da cuando hablamos del nivel de daños que sufren las mujeres a consecuencia de estos delitos, y de la necesidad de que verdaderamente sean tratadas como víctimas directas. Creo que a menudo la justicia transicional ha hecho frente al delito de la desaparición forzada cuantificando la pérdida de los desaparecidos. Esto es lo que calculan los programas de reparaciones, y esto es lo que tratan de lograr las medidas de búsqueda de la verdad.

Y creo que sería bueno que las medidas de justicia transicional empezaran a examinar realmente el nivel de daños sufrido por las mujeres—daños económicos, emocionales, también lo vulnerables que las hace su activismo, e incluso los abusos que pueden sufrir a causa de su lucha por la justicia.

También sería bueno que la justicia transicional abordara plenamente estas cuestiones mediante el reconocimiento de la verdad, las experiencias de estas mujeres y la violación de sus derechos, e implementara programas de reparación que empezaran a reparar esos daños a través de diversas medidas cuyo diseño tuviera en cuenta las necesidades específicas de las mujeres.

El primer paso que ha dado el programa este año ha sido conocer las vidas de estas mujeres y los efectos de las desapariciones en contextos como el Líbano y otros lugares donde sus historias no han sido contadas. En Nepal establecimos un programa de ayuda provisional, dirigido, entre otros grupos, a las mujeres de los desaparecidos, mediante el cual pretendemos evaluar hasta qué punto el programa ha abordado las necesidades de estas mujeres, y qué más debería hacer un futuro programa de reparaciones en Nepal.

De modo que analizamos cuestiones como la propiedad de la tierra en Nepal. A menudo, tras la desaparición de sus maridos, las mujeres se ganan la vida trabajando las mismas tierras que trabajaron sus maridos. Pero con frecuencia sus nombres no figuran en los títulos de propiedad, y en este caso hay que preguntarse por qué no lo están. En concreto, uno de los obstáculos que descubrimos en Nepal es que en algunos casos el suegro no había transferido la titularidad al marido antes de su desaparición, a pesar de que los maridos habían trabajado las tierras para sustentar a su familia, y en estos casos es difícil para una esposa reclamarle las tierras a su suegro.

Así que hemos estado estudiando estos impactos específicos de las desapariciones en las mujeres, con vistas a implementar futuras medidas en estos países o en otros contextos en los que trabajemos en el futuro.

También hemos estado analizando medidas de justicia transicional implementadas en el pasado para lidiar con estos delitos—por ejemplo, en contextos como Chile, Argentina y Marruecos, donde han existido comisiones de la verdad y programas de reparaciones que han abordado las desapariciones forzadas—y lo que nos pueden enseñar en cuanto a cómo definieron los beneficios otorgados a las mujeres.

Por ejemplo, en Marruecos una de las medidas más innovadoras que se implementaron fue no basar el monto de las compensaciones que recibieron las mujeres por la desaparición de sus maridos en las leyes sucesorias tradicionales, como lo habían hecho iniciativas anteriores en el país, sino desafiar la ley islámica (sharía) basando los montos en los principios de los derechos humanos y la igualdad de las mujeres. De modo que, en lugar de otorgar el mayor monto a los familiares varones más inmediatos, como se había hecho anteriormente, se lo otorgaron a las esposas de los desaparecidos, reconociendo que ellas serían las responsables de seguir criando a la familia y necesitarían el dinero. Asimismo, no discriminaron a los hijos en función de su género, otorgando a niños y niñas el mismo monto de compensación por la pérdida de su padre.

Así que creo que se han empleado prácticas innovadoras, pero también que en algunos aspectos estos programas no han abordado las necesidades de las mujeres en suficiente profundidad, y también podemos aprender de sus debilidades con vistas a proporcionar valioso asesoramiento técnico sobre estas cuestiones en el futuro, y a lograr que las esposas y familiares de los desaparecidos sean reconocidas plenamente como víctimas directas, y que el verdadero impacto de estas violaciones sea reconocido y el daño comience a ser reparado.


Escuche la entrevista a Kelli Muddell en inglés.

FOTO: Ernestina Enriquez Fierro al frente de la marcha con motivo del Día Internacional de la Mujer organziada por las madres de hijas desaparecidas en Ciudad Juárez, en marzo de 2013. La hija de Fierro, Adriana Sarmiento Enríquez, de 15 años, desapareció en enero de 2008 y su cuerpo fue encontrado en noviembre de 2009. Las autoridades devolvieron los restos a su madre en 2011. AP Photo/Dario Lopez-Mills.