Un joven frente a unas pinturas en la pared que denuncian la desaparición de varias personas durante la guerra civil entre 1960 y 1996 en Guatemala. Junio de 2011. Por AFP PHOTO/Johan ORDONEZ
Por Paul Seils, vicepresidente del Centro Internacional para la Justicia Transicional
El 12 de septiembre de 1981, en el centro de Tegucigalpa, Manfredo Velásquez fue secuestrado a plena luz del día por hombres fuertemente armados que vestían ropa de civil y que conducían un vehículo blanco de la marca Ford sin placas. Jamás se volvió a saber de él.
Manfredo era un estudiante cuyas “actividades” en un sindicato estudiantil nacional eran, a juicio de la junta hondureña, peligrosas para la “seguridad nacional.” El destino exacto de Manfredo jamás se sabrá, pero testigos declararon que es casi seguro que fue torturado y luego asesinado a manos de las fuerzas de seguridad que lo raptaron. Siete años después, en un primer fallo histórico, la Corte Interamericana de Derechos Humanos determinó que el gobierno de Honduras era responsable por la desaparición de Velásquez. Sin embargo, en muchos países, incluso hoy en día, las desapariciones forzadas continúan como práctica avalada por el Estado.
Y no eran sólo las dictaduras latinoamericanas que se aferraban a los “beneficios” de estas tácticas. La respuesta del régimen de Al Assad ante las exigencias de reforma y democracia en Siria incluyó múltiples incidentes de desaparición forzada. También sirven de ejemplo las detenciones sistemáticas a largo plazo que se practicaban bajo los regímenes de Mubarak en Egipto, Ben Alí en Túnez y Gadafi en Libia. Bajo el disfraz fastuoso y orwelliano del “traslado extraordinario”, los Estados Unidos y muchos de sus aliados han participado en la ejecución o maquinación de una práctica que no es nada más ni nada menos que la desaparición forzada.
Tal parece que la práctica de los “traslados extraordinarios” tiene por objeto permitir que aquellas desapariciones estén sujetas a un trato que sería simple y llanamente ilegal en los EE.UU. No tiene ninguna justificación moral. No tiene ningún sentido estratégico: nada podría socavar más una batalla para defender unos valores que la total vulneración de esos mismos valores ante una agresión externa Si bien es cierto que el gobierno Obama ha tomado medidas para limitar estas prácticas, algunas formas de éstas continúan, y no se ha hecho ningún intento para abordar las prácticas del pasado.
Para toda clase de personas existe la posibilidad de llevar a cabo las desapariciones forzadas, pero nos debemos preocupar ante todo por los actores estatales. Es difícil imaginarse un abuso de poder del Estado más cobarde o aterrador que la vulneración de los derechos más fundamentales de un individuo a través de su desaparición. No se equivoquen: las desapariciones son una táctica del terror – una táctica de terrorismo. Su forma de ejecución puede volverse más sofisticada, pero el hecho de que un Estado esté detrás de ese hecho debe aumentar, no disminuir, su carácter reprobable. |
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Los objetivos de las desapariciones como táctica son múltiples: acabar con los opositores del Estado, sean éstos reales o imaginados; transmitir el mensaje: “usted no es nada, su identidad no es nada, su existencia no es nada”, ocasionar a los desaparecidos una crueldad desbordada a fin de crear otra capa de terror para aquellos que aún quedan; herir para siempre a los seres queridos, quienes se ven condenados a la terrorífica penumbra del no saber. Es difícil pensar en alguna práctica cuidadosamente ideada que pudiera ser una representación tan fidedigna de la capacidad que tienen los seres humanos que detentan el poder de envilecerse a si mismos y deshumanizar a sus víctimas.
Desde el día del rapto de Manfredo Velásquez, su familia intentó averiguar dónde estaba, pero el sistema jurídico de su país se burló de sus derechos y los de su familia. No pudieron averiguar nada. Se podría afirmar que el fallo de la Corte Interamericana de Derechos Humanos en el importante caso “Velásquez Rodríguez”, siete años después de la desaparición de Manfredo, es uno de los fallos judiciales más importantes en materia de derechos humanos, pues estableció criterios importantes en cuanto a lo que tenían que hacer las autoridades del Estado para asegurarse de que se le pusiera fin a la práctica de las desapariciones forzadas y lo que tenían que hacer los Estados para rectificar cualquier delito de esa índole.
Entre los principales mecanismos de rectificación estaba la identificación del derecho a la verdad – que una víctima o los familiares de una víctima tenían derecho a saber qué había sucedido y por qué; el derecho a la justicia – para que los responsables de los delitos y, sobre todo, la organización de la práctica sistemática de las desapariciones forzadas se enfrenten a la justicia; y que las víctimas reciban reparaciones significativas. El caso de Manfredo es, en muchos aspectos, el primer caso judicial que fijó las ideas jurídicas que señalaron el nacimiento de lo que conocemos hoy como justicia transicional – las formas en que se deben abordar los derechos de las víctimas tras violaciones masivas de los derechos humanos.
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Si bien es cierto que la práctica de las desapariciones forzadas como táctica de Estado es de larga data, cautivó la atención internacional durante la década de 1980, cuando Argentina y luego el sistema Interamericano de Derechos Humanos comenzó a rendir cuentas conlos responsables. |
La ONU ha reconocido el 30 de agosto como el Día Internacional de los Desaparecidos. Uno de los sucesos más significativos en la época reciente de la protección de los derechos humanos fue la Convención Internacional para la protección de todas las personas contra las desapariciones forzadas, la cual entró en vigor el 23 de diciembre de 2010.
Las anteriores son manifestaciones concretas de avances importantes. Esperamos que el hecho de poner estas manifestaciones de relieve ayude en el proceso de erradicar la práctica de las desapariciones forzadas.
El mensaje principal del día de hoy debe ser el siguiente: hay que ponerle fin a esta práctica, la cual no es aceptable bajo ninguna circunstancia. Sin embargo, eso no es suficiente. Hay que abordar el legado de las desapariciones – las familias de los desaparecidos deben tener acceso a los hechos: a dónde llevaron a sus seres queridos, qué sucedió y por qué; y los autores tendrán que rendir cuentas por ello. Sólo la impunidad puede alimentar tal grado de inhumanidad.
Manfredo Velásquez nunca apareció después de su rapto a manos de secuestradores hondureños, y tal vez sus seres queridos encuentren poco consuelo en el hecho de que su caso fue un momento clave en la protección de las voces disidentes – independientemente de cuán loables o reprobables sean sus opiniones – alrededor del mundo. Actualmente resulta más difícil para los Estados abusar de la confianza en el poder de manera tan grotesca como lo hacían en el pasado. Las desapariciones forzadas son un delito contra la humanidad. Las decisiones que tomen los políticos y funcionarios que autoricen tales prácticas en diferentes países no tienen justificación ni legal ni moral. Deben rendir cuentas y ser identificados en calidad de lo que son: enemigos de una sociedad civilizada.